Estoy aquí. Recién nacido. O más bien, acabado de despertar.
A veces es suficiente ser tras haber dormido. Alguito. Un poquito. O todo lo que podríamos haber desconectado en unas circunstancias normales de sueño. En un día cualquiera.
Hoy es uno de esos día. También es un día especial que está a punto de nacer. ¿Es acaso este el día en el que por fin todo se desenmaraña?
Amplificar el efecto de lo que hacemos, y conseguir llegar al valor social de lo que anhelamos. Colectivamente. Desde una perspectiva de transformación asumible. A partir de un juego. A partir de un nuevo juego de rol.
Yo soy el rol-maker.
O al menos el que construye la narrativa.
Pero, ¿de qué juego? Ni yo se.
El mio es muy personal.
Es mi juego social.
Mi juego personal.
Mi razón de ser/estar.
En este contexto me juego todo.
Y desde aquí debo desbordar la frontera de contenerme para no salirme del propio cauce que transporta mis aguas mentales.
En medio de la tormenta, mi sentimiento en este momento sigue siendo de gratitud, de haber pasado lo peor, de tener que asumir estar en el contexto de un estado de consciencia más próximo al que en su día se sembró cerca de la raison d’être que me fue revelada. He descubierto el último velo. Y de pronto estoy dentro de quién verdaderamente soy.
Los tiempos de mi narrativa y los del tiempo mismo se comienzan a entrelazar. Al fin de cuentas son nueve dimensiones que se entrelazan en un elemento primordial de mi propio porvenir. No puedo dejar de pensar que el camino que sigo va encaminado al caminar que condiciona la distancia que proyecta mi zancada. Lo más que puedo hacer es mantener las piernas en forma, seguir pedaleando, trasladando el ejercicio de mi entrenamiento a un nivel distinto al de la ejecución de mi puesta en escena. Es así, estando en dos sitios a la vez, y en varias dimensiones intercontectadas por mi propia tiranía, lo que finalmente converge en el ser que un día será lo que mi personaje evolucione en cada uno de sus multiversos particulares.
Ticataluña es especial, quizás porque mana del Tico Commons. Pero esto no es posible desvelarlo sin crear polémica en un mundo dualizado. Sólo se puede asumir si podemos prevenir que lo que aquí está pasando sea matizado por el cantar eterno de un ritmo caribeño que viene del más allá.
La capital de toda esta sinfonía es un isla, o más bien un islote, en el que los habitantes son de otra especie. Su nombre: Guayabo. La ilusión de un sitio que en circunstancias mediterráneas estaría desbordado por la masiva llegada de turistas en piraguas que han alquilado desde el puerto. En cambio, en el imaginario ticatalán, Guayabo se presenta como el eje fundamental entre lo que un día fue, más allá de nuestros días, a lo que acontenció en el continente que ahora llamamos nuevo, sin ruborizarnos, como si antes de aquello viviéramos (inclusive usted mismo, hoy, al pensar como usted piensa) en un mundo de tan sólo dos dimensiones; en una tierra plana.
La visión de Guayabo sólo puede visualizarse en la pintura del maestro don Isiodro Con Won. Su destello nos proyecta como elemento sagrado de una configuración que no está en el sitio en el que debería estar, sino en el su proyección más allá de nuestro status quo, en dirección ortogonal, conecta nuestra luz con la que emana de la consciencia multiversal de los mundos que conectan el arte de don Isidro con el mio.