Nos reunimos con los que nos apetece para seguir igual.
Somos conservadores. Queremos que las cosas estén donde están. Y que no pase nada más. O que no vaya a peor. Y es por puro egoismo. Por sufrir menos que la media. El sufrimiento en tiempos de pandemia se vive de manera comparativa. ¿Quién ha podido salir? ¿Quién se ha librado de esta ola? ¿Quién está peor? ¿Quién se infectó? ¿Quién está en la UCI? Mientras no sea yo, algo va bien. Sigo vivo.
Qué le voy a hacer. Mi naturaleza humana es egoista. Así lo dijo alguien. Y me lo creí. Ya ni sé cuándo. Ni cómo ni dónde. Ni como ni dejo comer. Ni picho ni bateo.
En la escuela aprendí a pichar. Y también a batear. Fue parte vital de mi aprendizaje. Y sucedió en el patio. De manera autoregulada. Ahí nos hicimos las personas que somos ahora. A otra escala. No todos jugaron las mismas cosas. No todos jugamos las mismas cosas. A veces cuesta incluir a todos y todas en las generalizaciones que lanzamos sobre nosotras mismas. No sabemos si estamos transgrediendo las normas, o justo al revés, estamos arrastrando un sesgo del cuál nos resulta muy difícil desapendejarnos.
Ustedes disculparán si les hablo malhablado. Es mi pinche puta mala costumbre. Pero, según yo, no lo puedo evitar. Según yo, estoy hecho así. Y no hay nada que hacer. No mames las mamadas que digo.
El ser es mamador por naturaleza. Esa es una pinche ley que también aprendí en el patio de la escuela. Aquello era la jungla. Estabas en tercero y había los de cuarto, quinto y sexto que se creían los más salsitas. Y hacia abajo venían las nuevas generaciones a quiénes, por respeto, ignorábamos. Es ley de vida. ¿Qué chingaos se puede aprender de los de abajo?
Pero ya en tercero empiezas a ver que algunos pasados de verga se creen muy listos, por equis o por ye. Pero en realidad tienen unos pedos de convivencia que puede que sean resultado de su pinche mala educación en su contexto familiar. Puede que sean personitas que sufren en su vida un tipo de violencia que en muchos hogares sigue siendo la normal convivencia de los mexicanos y las mexicanas: el heteropatriarcado.
El pinche elefante en la habitación. Ahí lo tienen. Y nuestra versión de esa lacra es lo que vivimos entonces, y replicamos ahora. La manera en la que ejercemos una violencia pasa por la acción u omisión que desplegamos en el contexto repetido de una generación en la que hemos saltado ahora un rol. De hijos a padres. De hijas a madres. Cada uno vive esa experiencia según le fue en su baile particular.
La vida es así. Tenemos tiempo para darnos cuenta de quizás las cosas son de otra forma. Quizás podemos recuperar la noción de lo que está en juego. Quizás el juego mismo ha cambiado. No es igual que aquello con lo que crecimos cuando jugábamos en el patio. Las reglas puede que ya no apliquen. Ya no es mil novecientos ochenta seis. Maradona ya no existe.
Pero aún así, sigue siendo año de mundial. Y lo volvemos a vivir como una situación anómala. En el ochenta y seis yo salía a batear como tercer bat del equipo elegido por un gallo gallina entre un valedor y otro del salón. No tanto de un salón, sino de toda la clase. Gallo. Gallina. Gallo. Gallina… Pollito. Pollito. Pollito. Tenga. Tú. Tú. Tú. Tú… órale, vente.
La elección de los equipos de alguna manera saldaba una especie de selección natural. La que las dos personas autoencomendadas a formar equipo elegían para el bien de su propio bando. Por la única cosa que vale en ese momento: ganar. El liderazgo natural de la competición. Sin que nadie les haya hablando, todavía, de capitalismo.
Pero los mercados están ahí. Apoderándose en cada corte comercial del partido de beisbol que se transmite hoy por la tele. El entretenimiento americano es el primer vicio de todo mexicano que se precie. No puede evitarlo. Hay que irle a alguien. Y ahí están las reglas. Las vas entendiendo mientras te vas aficionando al deporte. Esas personas están ahí porque viven de eso. El primer anhelo infantil es vivir jugando. O que te paguen por jugar. De ahí venimos todas.
Se trata de una réplica heteropatriarcal del sueño americano a la mexicana. El drama de nuestra sociedad. Asumirnos como el reflejo de aquello que asumimos que pasa en el cúspide de la pirámide. Pero esta vez sobre la construcción de una historia que nos planteamos nosotros mientras convivimos con la habitación de una ciudad capital caótica en la que nuestros antepasados crearon caminos, edificios y costumbres que se mantienen en pie, gracias a lo que a ido pasando por estos lares, de generación en generación. Al menos nueve de ellas.
No nos separan muchas generaciones de aquellas que habitaron estas tierras en aquél entonces. Nueve generaciones es mi límite para saber de dónde chingaos vengo. De dónde chingaos venimos. Y de ahí pal real, vale verga.
Que nadie se enoje si no vamos más allá. No tenemos por qué pensar que las reglas son injustas para mi. Y sólo para mi. Si una regla se puede refrendar, como hicieran los chilenos como un pueblo con ganas de repensárselo todo, a partir de un nuevo acuerdo, de una nueva constitución. Ay cabrón. Muy cabrón.
El resto de los pueblos de América se miran con admiración lo que ahí sucede. Son otros tiempos. Y nos estamos comiendo la historia que nos plantaron en un libro de texto lleno de historias demasiado simples para acabar de entender con un pensamiento crítico suficiente que todo aquello eran nomás nuestras pinches mamadas encumbradas en una única pinche verdad: la nuestra.
El patriotismo es la base de todo nacionalismo. Y este es el primer paso para entender el orgullo de aquello que decimos ser: mexicanos. Luego luego pensamos: al grito de guerra. Ay güey. No ma………
Al grito de guerra: hazme el puto favor.
Guerra a guerra/ sin tregua.
Nosotros mismos asumimos, por la gracia de Francisco González Bocanegra (que si se presentara a unas elecciones en España se le conocería como Francisco Bocanegra, porque sus asesores de campaña le inhibirían a que se asumiera el Francisco González por ser demasiado del montón. Ver José Luis Rodríguez. Y si se presentara en México, lo campaña opositora le llamaría directamente por su primer apellido: González. Ver Andrés Manuel López), que vamos a la guerra. El himno nos prepara para un acto de defensa nacional. Tú eres el que debe dar el salto. Ante el paso del enemigo extraño invasor. No extraña que ante el coronavirus se plantara un pie firme en el suelo e interviniera el ejercito, que para eso está. Más o menos.
Sería cosa de adentrarse un poco en el himno para ir viendo a qué nos llama este. Y cómo estamos preparados para la vida nacional. En su día, en el siglo XIX un himno hacía patria. Y con ello hemos vivido hasta ahora. Quizás haría falta otro poema lírico que fuera algo más empático y sensible con los tiempos que ahora corren. Algo que nos ayudará a congregar a nuestra gente en un camino de construcción colectiva que pudiéramos entender como un camino nuevo hacia el futuro. Un camino nacional que trascienda las fronteras. Un camino universal. O quizás multiversal.
Quizás para pensar en una comunidad de la cual formamos parte tengamos que ir a nuestra cotidianidad. Nuestro barrio. Nuestra colonia. Nuestra delegación. Nuestro distrito. Nuestro sector. Nuestro pueblo. Nuestra ciudad. Nuestra región. Nuestro estado. ¿Qué parte de nosotros se queda en esa partición? ¿Qué parte de nosotros va más allá? ¿Qué parte de nosotros trasciende a traspasa todas estas capas y se eleva a una última gran dimensión a la que vamos a parar acompañados de un nuevo himno a esta nueva comunidad?