No sabemos muy bien cuál sería la sombra en la superficie de la luna, o en Mercunio, o Venus. Si acaso, podemos imaginar que nosotros no podríamos estar ahí, de la misma manera que estamos aquí. No sabemos por qué. No podemos ver la atmósfera congelada de la epidermis de Marte. O la que desapareció en Mercurio camino al espacio. No sabemos describir lo que no es parte de nuestra experiencia inmediata. O nuestro conocimiento aprendido. O la imaginación con la que intentamos navergar contracorriente. Nada tiene sentido. Ni siquiera lo contrario.
Me fui por un túnel para penetrar la montaña que divide el valle en el que se despliega la gran ciudad, y el valle del otro lado, en donde se redefine la otredad. Aquí me encontré a solas con el destino y nos pusimos a deliberar si lo que había acontencido tenía sentido para ambos, o sin acaso, debíamos repensar la estrategia con la cuál reencontrarnos en un futuro próximo, para sorpresa de los dos, rebasados por los imprevistos imposibles de imaginar que desbarataran nuestros planes. Dimos en el blanco porque algo de todo aquello nos hizo doblarnos de la risa sin parar, como cuando pierdes la capacidad de seguir en la vida para desvanecerte en la insolencia sin límites de una carcajada perpetua. No hay Dios que se resista, salvo aquellos que murieron de la risa.
El sentido inequívoco del dadaismo era establecer un sentido opuesto al sinsentido de la vida, en el trasncurso de una camino que no lleva a ningún sitio, por más que se proponga lo contrario. No hay razón de ser para tan impropia aventura, pero su naturaleza desborda los pragmatismos de lo divino en pleno evangelio de lo omnipresente. El vacío, ante tanta ignominia de bajó del carro y se marchó caminando por el desierto, en busca de una respuesta que nunca encontraría. La magía se plantea la ilusión al límite de nuestra obsoleta razón. No hay que hacerle caso, ni siquiera por un instante, a la siniestra intuición que sin darnos cuenta, se ha aliado con la última conspiración obstinada por hundirnos. No hay peor camino que el oculto. No sabríamos llegar ni siquiera estando ahí. La solución elude nuestro saludo. No hay vuelta atrás.
Cuando no se tiene nada que decir, de nada se habla. Y el tiempo se ocupa en la apariencia de lo cotidiano. No sería precisamente eso, ni siquiera lo contrario. Hoy no tengo más que no decir. Se me fue el impuso a ninguna parte. Me cansé de no ser. Y me fui pudriendo hasta la concepción de quién nunca fui. Aparecí desnudo sin querer, ni pudor, ni qué hacer. Se me fue desvanenciendo la entidad mientras el desagüe me filtro, por última vez, por la cañería que me devolvió al ciclo vital que nunca abandoné.
Sin saber muy bien por qué, henos aquí, reunidos hoy para enaltecer el recuerdo perdido de aquello que nunca fue. Por la melancolía de lo que no importó nunca a nadie. Por el pasar de los ratos que no significaron nada, ni tan siquiera para el expectador aleatorio de tan singular nada. No hay luto necesario ni posible ante nuestra situación, penosa y angustiante. No perdamos más el tiempo en este relato vano.
Ano, año, tiempo, espacio. En el centro de nuestro ser se expulsa, y se ingiere, la vía traversa de la noción impoluta de una transgresión a toda norma. No se exalte, no es usted, tan sólo ha revertido el sentido pedido de un olvido florido.