D – Círculos concéntricos

Uno está en el medio. Es inevitable que nos pongamos en esa posición. No es tan sólo nuestro egoismo. Es nuestro ego. Nuestro ser indivisible del que nos piensa. Nos sabemos en el centro de un universo que se ríe de nuestra vulgar megalomanía. Pero el círculo, a fin de cuentas, tiene una conexión infinita consigo mismo. Un rumbo determinado que no tiene fin. Una cadencia.

Ya ni se diga varios. Los círculos concéntricos nos evocan las capas de una cebolla. Las dimensiones de unos multiversos que se despliegan por encima de nuestro entendimiento minúsculo incapaz de reconocer las señales de las distantes dimensiones que nos rodean. No las podemos percibir, y pese a eso, están ahí. Nuestra fe nos lo confirma, mientras nuestra ciencia nos lo demuestra. La física cuántica es nuestro Señor multiversado; nada nos faltará. Tan sólo hay que observarlo para fijarlo. Y detener así su omnipresencia.

El ejercicio gráfico de dibujar un círculo dentro de otro. Y luego otro. Y otro. Hasta llegar al centro. No se practica lo suficiente. Ni siquiera se enseña en las escuelas. Cuando podría ser la práctica de un rito que nos avoca a la contemplación de nuestras trayectorías circulares circunscritas a nuestro pulso. La respiración y los latidos al compás de la tinta sobre el papel. Lo sublime se desvela ante nuestros ojos. Sólamente hay que estar atentas.