Las pirámides nos conectan con nuestro antepasados: todas y todos.
Las pirámides de Tehotihuacán son un punto de reconstitución de lo que un día fuimos. Lo sabemos todos los que hemos asistido ahí como el refugio de lo que nuestra civilización dejó aquí entre nosotros, con nuestras costumbres, no sólo guerreras. No trivilicemos nosotras sobre nuestra propia historia. No dejemos que lo hagan los demás, o que no nos importe, pues, pero no seamos tan pendejos como para comprarnos todo el cuento que las élites blancas que nos vinieron aquí a recomponer utilizaron para esculpir lo que somos ahora nosotras. Y no podemos evitarlo. Está en nuestra biología española.
La madre patria no lo sabe pero en el fondo todo mexicano que se precie quiere ser tan español como gringo. Lo bueno bueno está afuera. No sabemos apreciar lo que tenemos. Siempre tenemos capacidad de mancharnos de la verga con algunos de los nuestros. Sobre todo si el chiste es facilón y aprovechado. Hay una especie de mamadura de verga que es muy autóctona. No debemos aludir ahí nuestra responsabilidad. Como raza mal llevada. No mal; lo siguiente. Aquello que de verdad podríamos desechar de nuestra hacer sin querer queriendo.
El camino cantinflea por vicio. Porque sabe que su estructura social churrigueresca le enaltece como esa región continental que floreció como la capital de este sincretismo que pasó por encima de las pirámides, salvo aquellas que yacen en la selva, enterradas. Magestuosa dimensión de lo que todavía somos. La estética de la pirámide y la plenitud de su plataforma de despegue para el encuentro con los Dioses: ALLS.