Cuando Guardiola y su equipo culminaron el cuarto año de aquél glorioso sextete la afición y la sociedad tocó un techo de cristal sublime e inolvidable. Los años de júbilo se habían ido superponiendo en un proyecto que tuvo todas las virtudes de una generación, la visión de un líder, la ejecución de un equipo, la idea de un maestro recontextualizada, el empuje de un club que se desparramaba en el mercado como algo más que un club de futbol.
Ayer el Barça perdió el partido de cuartos de final más singular de toda su historia, ante un rival que mantenía todo el empuje y criterio del último gran impulso regenerador de su historia, en la que el modelo futbolístico y competitivo se afianzó en la mentalidad de los jugadores, en el sistema del club, y en un porvenir futuro que no ha dejado de perder pistonada. El Bayern Munich. El marcador del partido no es lo de menos; quizás lo de más: 2-8.
El futbol es un espejismo social en el que en medio de la pandemia nos vemos forzados a entender nuestros viejos dioses como meros figurantes de una historia que se desconfiguró para el resto de nuestros días. Un estadio vacío en Portugal, en su hermosa capital, Lisboa, con dos equipos, once contra once, en el que al final habían de ganar los alemanes. No siempre, pero esta vez, no cabía duda. El equipo del FC Barcelona ha sido un espejismo durante ya varios años. Y se sostienen las mismas estructuras de pasiones removidas por los medios que viven de ensalzar el monotema día tras día, con la religiosidad con la que se va a misa, cada día. Lo que pasa en los entrenamientos, las tertulias de media noche, los piques con los eternos rivales, el machismo que persiste en las entrañas de la sociedad y de cada uno de los que degustan el futbol como un tema central de nuestros días. Me incluyo, evidentemente.
El heteropatriarcado es así.
El futbol, sin más, es como el niño mimado, primogénito, del heteropatriarcado. Representa todo el porvernir y toda la desgracia del orden social constituido en el que nos reflejamos cada día en el espejo. Lo que vemos nos gusta y nos da grima. Nos provoca ser lo que somos. Nos alienta a sentir emociones continuas a pesar de estar conectados a otra realidad, de facto, que nos impide volver a ser lo que un día fuimos. El futbol no escapa a la pandemia, ni a la crisis estructural de nuestro pueblo, casa, ciudad, cuarto, cuerpo o mente. Todo está condicionado por el juego, y el juego nos domina, sin que nos hayamos dado cuenta, a seguir sintiendo la vida como un proceso automatizado sin impulsos verdaderos.
Tocamos fondo. Pero no ayer. Ni siquiera hoy, cuando la sociedad vista desde el velo de un club que pretende ser un ejemplo de valores, de proyección mundial, de historia, de presente y de futuro, aquello que engloba más de lo que podemos imaginar como nuestro, pero dispuesto en un telón de acero tras el cual, como siempre, yace un enemigo iracundo al que aprendemos a odiar por las misas y la doctrina a la que hemos jurado nuestra lealtad emocional. El futbol, o quizás el Barça, sea tan sólo una última farsa detrá de una sociedad de cartón-piedra, que pese a posar inmaculada frente a la vitrina de lo que deberíamos ser ante un mundo que nos ve, continuamente, cada día, y que en cambio, hace tiempo que dejó de ser aquello que pretendía ser. Algo más que un juego. Algo más que un club. Algo más que una marca. Algo más que un ejército simbólico de jóvenes, y no tan jóvenes, millonarios con más o menos gracia para devolver una pared, o para construir un imperio empresarial camino al cielo.
El futbol es así. Un ciclo que se retroalimenta de sí mismo. La historia que se repite. Enzo. Roger me lo acaba de confirmar: «mi padre me contó mil veces cómo fue la salida de Kubala del club, tras una estrepitosa derrota que marcaba el final de un ciclo, y mal, por esa puerta de atrás que no podemos evitar recuperar, una y otra vez, como parte de nuestra identidad mezquina y sórdida». Quizás no me lo dijo así, pero la idea es esa, salpimentada con la noción actual de que las cosas habían de ser así. Porque en este club las cosas se han ido haciendo peor, de manera que el deterioro se veía acentuando mientras seguíamos la marcha hacia el abismo, cuestaabajo, cada vez más precipitadamente.
Pero alguien, un sólo hombre, era capaz de mantener la fachada de que todo seguía en su sitio. Porque el futbol a veces no necesita mucho más que un gran nombre para dar forma a un proyecto. Messi. Messi ha sido más grande que un club, que un país, e inclusive que la historia misma. Ya sea del futbol, o de la general. Aquella que tan bien conocemos, y de la cuál somos parte, ciclo tras ciclo, como un año escolar que empieza de aquí a dos días sin novedades. Un año más. Somos pienzo para cerdos en la mecánica constructiva de un imaginario de autómatas espermatozoideos. Una vez eyaculados estamos listos para el siguiente ride. De lo que sea. Ponémelo en vena. Yo hace tiempo que compré el billete todo incluido. Y dejé de pensar. Porque el anuncio me lo indicaba: acá lo tendrás todo. ¿Y ahora qué?
La sociedad que vivía aquella fachada como verdadera ahora se repugna ante la «humillación» de una derrota deportiva. La magnitud del ego dolido trasciende lo que cada jugador experimenta cuando el equipo rival les pasa por encima sin contestación alguna. El debate finamente lo ganó Neuer. No hubo partido. No había un jugador clave al que contrarrestar en el Bayern Munich que enfrentó el equipo de Setien. Había tan sólo un equipo, con una idea colectiva que no paraba de correr, de presionar, de funcionar con el talento con el que fue pensado. Un equipo que tras cuatro años de haber dejado de ser entrenados por Guardiola seguían persiguiendo los objetivos colectivos con el mismo impetu que lo hacían cuando aprendieron a repensar el modelo futbolístico de aquél innovador social. Enfrente, el equipo que inventó la conjura se desvaneció ante el reflejo de sí mismo, en una versión alemana de lo que podría haber acontencido si no se hubiera desmantelado la esencia de aquella idea transformadora que colmó el vaso en su día.
Guardiola ha muerto. Viva Guardiola.