Mi historia mal contada

Érase una vez un gilipollas.

Cualquier español empieza así su último diario. Todos somos gilipollas.

Hay que aceptarlo.

Es duro.

Nadie dijo… gilipollas.

Todos lo sabemos.

Mírate al espejo.

Ahí lo tienes.

GILIPOLLAS.

Uno para ser new spainiard debe asumirse genuinamente como un gilipollas. De esa manera en la que tan sólo el español sabe hacerlo. Spain is diferent.

Pero no se equivoque nadie. Esto no es una parodia. Usted es un gilipollas de pies a cabeza. No me ha malentendido. Entérese. Le voy de cara. Quizás no le parezca lo más educado del mundo, pero siendo usted gilipollas, sabe usted, me suda la polla.

El gilipollas sabe de pollas. Y de pollardadas. Mil. No tiene límite. Puede llevarle 99 pensamientos al día: mi polla. En 66 de esos casos la polla erecta emula a un ideal de dictador que cada español tiene en su mente. Las otras 33 la polla está flácida y no pretende más que seguir estando ahí. Sin más. Sin querer afianzar su heteropatriarcal estructura mental. No corre sangre por mis venas. Soy un autómata mal programado. Casi casi un virus. La complejidad en mi estado de flacidez no es una historia extraordinaria. Ni tan sólo atractiva. Es demasiado insignificante. Cuelga. Chorrea. Como valenciano del Real Madrid. Como las orejas del elefante del rey. Aquél. El que ya no es.

No se ofenda usted. Si gilipollas es, no me dejará mentir. Usted bien sabe que yo le voy de frente. Y esa, y sólo esa, es mi virtud. Todo lo demás: gilipollas.

Lo ves. Te liberas. La liberación del gilipollas.

Esa es la revolución.

Si Marx hubiera entendido esto otro gallo cantaría.

Armando Gallo Pacheco.

Servidor.

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