Es un día especial. No todos los días sale el Rey a dirigirle unas palabras a su pueblo. Sus subditos esperamos con ansias saber cuál es rol magistral en esta gran comedia. Los que somos más de Dante sabemos que estamos entre el infierno, el purgatorio y el cielo. En ese orden. Que es donde vamos a ir a parar. A la ruleta. Ese azaroso destino que se nos escapa justo en el último momento, cuando la suerte nos dicta quedarnos en la casilla contigua. No hay premio. Salvo estar aquí.
El rey tiene un rol fundamental en su estructura mental y social. Él está por encima de los demás, y como tal, ejerce una larga responsabilidad que le viene dada, y para la cuál fue preparado más que cualquier otro rey en las historia de los reinos. El reino en el que vivimos es el más antiguo de todos los reinos con los que mantenemos todavía relaciones dinásticas. No es baladí. Ni tan sólo un cuento. Son habas contadas. Como un refranero popular que se tergiversa para encontrar en significado de lo que hay detrás de tanta sabiduría encapsulada en tan pocas redes neuronales reales.
No puedo ser yo quien me indigne de vivir en este reino de fantasía. Aquí la vida me ha enseñado las lecciones más dulces de mi calvario. Finalmente he encontrado la montaña sagrada que me acoje como un hijo más que vino que de otra tierra. Quizás de un exoplaneta en peligro de extición, con una misión de supervivencia superior al que nuestra especie pudiera nunca imaginar. ¡Oh, qué cruz, mi rey, la que vos portas en vuestra espalda!
No os digo esto para levantarnos amotinados frente a lo que consideramos una ilusión de otros manantiales mentales más puros. Se trata tan sólo de un ejercicio de supervivencia en un cuarto de espejos en el que su majestad se extravio de muy pequeño, en una sección del palacio que no debía ser revelada en aquél momento, en aquellas circunstancias, con aquellas compañías. La industria de nuestra estirpe nos inhibe la carnalidad que se le relega al pueblo, por menester de nuestra zafia moral, tan doctrinaria que no la sabemos desvestir. Las curvas del cuerpo de mi amada, ahí, sútiles y escurridizas, como los pasillos del palacio que separan nuestros aposentos.
No es trivial que nuestra cruz sea tan grande. Nuestro Padre así lo quiso. Su doctrina nos ilumina y no ensombrecen sus secretos, que por otra parte, no son míos. ¿Quién soy yo, oh pueblo, para juzgar a quién me dio la vida? ¿Acaso debo ser yo quien le dictamine a Él qué hacer en tales o cuáles circunstancias? ¿Qué acaso yo no soy beneficiario de sus lujurias, sus batallas, sus empresas, su talento, su talante, su gallardía y su abundancia? Sí, señores, lo admito. Yo también he bebido de los elixires heteropatriarcales que riegan mi jardín, todavía, al día de hoy.
Y no me arrepiento. No puedo escapar esta ilusión. No soy digno de otra cosa que la cruz. Por eso aquí la traigo conmigo. Crucificadme, si queréis. Soy todo vuestro para hacer de mi lo que queráis. No tengo más palabra que esta. Haré lo que me pida el pueblo. Y luego el cuerpo. Que ese sí, es mio, e inviolable.
No puedo seguir más allá. No soy adivino. Ignoro lo que nos depara el futuro. Mis artes con el porvenir me impiden abusar de mis privilegios. Yo el futuro lo conozco. Tan sólo algunos, pocos, sabemos vislumbrar lo que desdobla el tiempo y el espacio cuando se revierten. Son artes actuariales que desarrollé una vez entendí que la utilidad no era el sentido de mi porvenir. De ahí, que hoy, sin más, os venga a pedir, un último favor: si de verdad creéis en mí, decidlo, pueblo mío. Este es vuestro momento. Esta mi elección. Este es mi plebiscito surreal.
Alzad vuestra voz, pueblo sagrado, pues este es el momento de nuestra comunión. Levantaos. Salid al balcón a aplaudir, y con una misma voz, uniros ante el poder de vuestra individualidad en medio de nuestro porvenir en comunidad. Cada mano se rige por el hemisferio opuesto que le manda, como un juego de espejos que sólo entendemos ante la fatalidad de un ictus. Somos dos mitades, no por serindipia, sino por diseño. Es por tanto esta dualidad la que nos permite escapar la unicidad, por muy grande que sea. La individualidad nos condena a una cárcel sin salida, salvo si le encontramos una pareja con la que escapar a su tortura. Eh aquí, la costilla de Adán: Eva.
Nada. Que os tenía que contar… pues eso. La idea, básicamente, es esa.
Seguid. Seguid. Vuestros caminos se encontrarán, cada día, con el tormentoso agobio de vuestros demonios. No os deseo los míos. Muy míos. Desde aquí, cada quién que sostenga su vela. O su cruz. Por mi parte, ya me podéis crucificar. Ya no tengo otro lugar al que acudir. A fin de cuentas, mi única noción es serviros de algo, así sea una pequeña distracción de vuestro confinamiento.
Tan sólo podría asumir mi rol, oh majestad, ante tal tribulación: aquello a lo que un bufón de la corte no puede renunciar: vuestra merced, y si me permite, una última ilusión: reír.