Ya no estoy aquí. Tampoco importa dónde estoy. Hace tiempo que me fui y al volver, nada está ahí. El recuerdo alimenta una memoria que me miente. Y de pronto se contruye otro capítulo familiar de un tránsito que une Barcelona, Girona, Madrid, Ciutadella y Mao.
Lo mio no está atado a estas ciudades en particular, o sí, y quizás no tenga la perspectiva anterior para saber que desde este horizonte deberíamos abrir una última pugna individual. ¿Quiénes? ¿Dices «deberíamos»? Quizás deberías. Tú; no yo. No soy capaz de alinear ni siquiera esas personas que represento en el ahora. No se quién soy. Me perdí en una apuesta en la que no se sabe bien cuál fue la disputa, ni lo que me jugaba, ni contra quién. No hay nadie siguiendo la disputa, y en cambio, la maldición se mantiene, por un mandato burocrático que eleva mi situación a la excepción necesaria para que el mundo resista una última vuelta. Despúes ya veremos.
La víctima que llevo dentro no tiene capacidad de superar ningún otro dilema. Una crítica me destruiría. Ya no tengo cabida en ningún círculo esencial. Ni pretexto. Fui yo. Lo admito. Necesito ser culpable en algún juicio que me admita a trámite. Y fracasar de verdad, porque en esta situación impostada en la que mi desgracia no sabe a nada, ya no se permite deambular los espíritus al aire libre, por temor al contagio.
No obstante, estoy dispuesto a un último duelo. Por ver si eso cambia algo. Y asumiré el fracaso que salga de esta construcción imposible. Como si el fracaso sea la solución a mi «calvario». Ya no hay otro camino, mas que la cruz.