La salud, divino tesoro.
En realidad pensamos poco en la salud. Tenemos la percepción de que somos invencibles. Eternos. Es curioso que esa falacia coexista en nuestra individualidad humana. Todos vivimos bajo la creencia de que no moriremos nunca. Y de pronto, un día, morimos.
Después no sabremos más. Ese día llegó y nosotros ni nos enteramos. Así va la vida. Quizás está a la vuelta de la esquina. Quizás la muerte no está lejos. Y no tenemos manera de saberlo.
Por lo pronto, nuestro cuerpo, o nuestro cerebro, en particular, tienen este mecanismo de invencibilidad que nos atrofia la perspectiva de la vida despúes de la muerte. O de la muerte, que de pronto, un día nos llama a la puerta.
Creo que la muerte es un tema trascendental. Y además creo que es un tema vital. No hay vida sin muerte. Y la muerte no nos debería doler tanto, si a fin de cuentas, no duele. Lo que duele es el duelo. La pérdida de un ser querido. De pronto, ya no está. Y no parece verdad. No parece posible. Sentimos que estaremos siempre aquí. La persona a la que amamamos. Nuestra madre. Nuestro padre. Nuestra hermana. Y un día, nomás un día, ya no.
No pensamos en ello. Lo eludimos. Quizás ese es el mecanismo de la mente para no agobiarnos la perspectiva del ahora. Pero quizás, esa ligereza con la que nos tomamos la vida es pura apariencia si no concebimos la inmensidad de lo que verdaderamente importa. Estar aquí. Estar vivos. Hoy: un día más.
Ese es el regalo. Y también el milagro. Esa carrera que pegamos un día cuando tan sólo éramos espermatozoide alfa. Quizás ni eso. Puede que hayamos sido uno más del montón que simplemente tuvo un día con suerte. Una carrera buena en toda su vida profesional. Y nunca más dar palo al agua. No vamos a juzgar ahora al espermatozoide que nos trajo aquí, cuando puede que todo el mérito de nuestra existencia resida, por completo, en la capacidad de la otra mitad, la media naranja de aquél diminuto y escurridizo malandrín, que tuvo la solvencia para competir con el resto de los macacos y ponerse enfrente de la más preciosa imagen de una DIOSA rotunda, blanca y pura, inmaculada, virgen, ella sí, y con la desdedicha de sufrir por el heteropatriarcado que desconoce todavía, un nombre masculino: óvulo.
EL óvulo nos representa. Una perla en camino de la trompa. Cuidadosamente producido por la parte fiable de la naturaleza: la mujer. Venida de un ovario en el que se formula magistralmente la obra perfecta, aunque no completa. Y como toda señorita de sociedad, llega un momento en el que está lista para dar un paso más alla. Es un momento indefinido, pero se conoce que hay unos márgenes en el tiempo. Un horizonte temporal en el que se está preparado para la trascendental llegada de la horda de malparidos machos simples y sobreexitados. Pobres hombres. Tan primarios. La lucha tenaz de la carrera les ha nublado la perspectiva y sólo uno consigue llevarse la gloria con la más elevada de las musas. La recepción de dicha dama nos desvela que no es tal, sino una artista consagrada en las artes de la comunión. Lo que sucede a partid de aquél entonces es el proceso más sagrado de la alquimia. La concepción de un ser que tiene un futuro efímero y maltrecho. Pese a todo, la vida se obsesiona con la unión de estos amantes, sin tener en cuenta apellidos, ni tragedias, inequívocamente lanzados a un desenlace multicolor de la más dócil factoria, como el primer beso que Julieta perfiló en los labios de Romeo.
La vida suele repetirse entre historias que se copian entre ellas. Siempre alguna sale victoriosa, y por tanto, se replica con más frecuencia. Y así sube y baja. La euforia incial nos deja pronto en el sabor convencional que se repite en un coro que todo el mundo canta. La pasión de un cielito lindo un día de lluvia. Unas netas de un borracho mexicano en ese momento justo de la noche en la que a pesar de no haber ligado, ahí estabas tú; carnal. El homoherotismo mexicano es un poema que todavía tiene un recorrido machín. La pulsión del chicharito.
La muerte susurró al oido de Sabines. Un poema me lo dijo. Y entonces entendí: dónde estás muerte mía, no te escapes, que te quiero oir.
Mi madre me contó que yo lloré en su vientre.
A ella le dijeron: tendrá suerte.
Alguien me habló todos los días de mi vida
al oído, despacio, lentamente.
Me dijo: ¡vive, vive, vive!
Era la muerte.
Jaime Sabines