Estaba en llamas. Como siempre, iba tarde. Salí corriendo de Fabra i Coats para encontrarme en el corazón de Sant Andreu con una decisión que tomar en ese mismo instante que definiría la manera más efectiva para volver a casa: ¿metro o taxi?
La solución se desveló rápidamente ante mis ojos. Un taxi cruzaba frente a la antigua fábrica, lo que me provocó acelerar el paso y lanzar un silbido medio para no asustar al barrio, sin de jar de correr en la dirección en la que mi silbido y la atención del taxista se cruzarían. Suelo tener un performance muy certero para llamar la atención de los taxistas que resulta mucho más efectivo que gritar: taxi. Pero esta vez no corrí lo suficiente y la ventana cerrada del taxista le impidió escuchar mi llamado. Llegué a la esquina y no hubo manera de aparecer por el retrovisior para finalmente cautivar la atención de mi salvador.
Si tan sólo estuviera montado en ese taxi mi situación se habría solucionado por completo. Estaría en camino. No habría más discusión. Podría avisar: cariño, estoy yendo a casa en 9 minutos estoy ahí. Asunto resuelto.
Pero no fue el caso. Haber perdido ese taxi me hundía aún más en una desesperación que ahora le daba vueltas a la velocidad de mi trote hacia el taxi, o al volumen del silbido. Por otro lado, el hecho de haber visto pasar un taxi salvador justo en ese momento podía significar dos cosas: que pronto pasaría otro, o que ese era el último taxi que pasaría por esa calle. El optmismo y el pesimismo comenzaron como dos hermanos pequeños a reaundar la misma trifulca que les enfrenta desde hace años. Abandoné la esquina para ir camino al metro, por si acaso esa fuera la opción.
Ningún taxi pasaba. El metro estaba ahí. Tardaría más. No sería la opción más veloz y sin duda me condenaría haber tomado una decisión tan inadecuada. En ese instante me entra un mensaje de whatapp:
¿Estás de camino?
Estoy buscando taxi.
Ya te vale! Casi una hora tarde…
La cosa no va bien. ¿Y si no vuelve a pasar un taxi en toda la noche? Este pensamiento me acompañará los próximos veinte minutos. Y con el paso de cada segundo mi condena era cada vez más certera: culpable.
Decidí preguntar a un paseante de perro cuál era mi mejor alternativa para pillar un taxi. Uno se debe a las costumbres de los locales. Son ellos los que transforman los espacios públicos de las ciudades. Y ellos quienes responden con la naturalidad de un vecino. «¿Cuál sería el mejor sitio para pillar un taxi?» Uff, lo tienes complicado. Creo que está es la mejor opción, pero tendrás que tener paciencia…
Paciencia. Pensé que me quedaría toda la noche esperando un taxi en Sant Andreu. La historia más penosa y triste de un vecino del Gótico atrapado en Sant Andreu. El ángel exterminador renacía en esa acera, y su triste sombre me invadía conforme mis ires y venires entre dos esquinas resultaban infructuosos amagos de movimientos sin sentido.
Buses. Coches particulares. ¿Podría pedir a uno de estos coches que me sacara a una calle en la que pudiera volver a la civilización? De pronto la visión de un vecino del Gótico perdido en Sant Andreu tomaba unos tintes de antiguas riñas entre barrios históricos de la ciudad, como si la urbanidad de la ciudad estuviera dispuesta a reconfigurarse. Y yo en medio de un caos mental que no me estaba acercando a casa. El tiempo pasaba con una densidad pesada que iteraba con coches inservibles a mi causa.
El vecino con el perro me recomendó que si me dirgía al gótico, que mejor cruzara la calle para pillar el taxi en la otra dirección. Y que tuviera paciencia. Sus palabras me quitaron un poco la paciencia, y al mismo tiempo me altentaron vagamente a que esta noche no acabaría con mi hundimiento final.
Las únicas luces verdes que se veían eran de los semáforos que marcaban con sus ciclos el paso del tiempo. Me movía como león enjaulado entre las dos esquienas entre las que estaba atrapado sin respuesta alguna de la Fortuna. Park Keito estaba a punto de iniciar la segunda parte de su performance en La fábrica de Fabra i Coats y yo aquí afuera, perdiendo el tiempo como granos de arroz entre mis manos.
De pronto me pareció observar mi luz verde, muy a lo lejos. Sería acaso un espejismo. Me dirigí hacia ella para evitar que algún impertinente quisiera robarme mi destino. Me lancé a la calzada para rebasar unos contendedores de basura que obstaculizaban mi presencia, para rápidamente volver a la acera, no fuera ser que uno de los conches me envistiera. Ahora me econtraba entre dos filas de contenedores, quizás más escondido, y con una fila de cinco coches muy pegados después de los cuáles venía un taxi con la luz verde. Este es el mio.
Tras un gesto rotundo divizado por los últimos tres coches y el taxista, este último se detuvo. Subí al taxi aliviado. Bona nit. Anem al carrer Avinyó amb Ferran. La meva dona em vol penjar perque vaig tard i tenim convidats a sopar a casa. Soc l’encarregat de fer el sopar i ja vaig amb una hora de retrás. Només no pasaven taxis i ara vosté m’ha salvat la vida. Tot i que el meu futur inmediat penja d’un fil. A veure qué pasa.
El taxista era un home d’uns 60 anys, amb ulleres, barba cuidada. No es pot estar bé amb les dones. Ho tenim perdut. Ja, li vaig contestar. A sobre, soc jo el que cuina.
Comenzamos a hablar de aquella manera en la que se entabla una conversación con un taxista: cuando uno quiere. Y cuando hay algo que nos conecta. Es un elevator pitch. Lo se. Tengo experiencia en el formato. Así que hablamos de casarnos, de las parejas, de la hija del taxista, de los nombres de familia, de las herencias. Y nos dio para que nos entretuviéramos entre mi desgracia menguante y la vida que esábamos compartiendo en ese trayecto que 15€ vale. Pasamos frente al último edificio que vendí en la calle de Gran de la Sagrera. La casa más antigua del barrio. No le dije nada de eso al taxista, aunque perfectamente le habría podido ayudar a vender a su hija las propiedades que iba a heredar. Pero no era el momento.
Acababa de terminar la pieza de Keito Park en Fabra i Coats y ahora me faltaba cerrar esta sesión con esa última pieza. Era una conversación y quedaba poca batería en mi tascam. La saqué y grabé la conversación con el taxista.
Le expliqué mi aventura previa con ese primer taxi al que silbé sin que se diera cuenta el taxista. Estábamos ya en Vía Laietana llegando a nuestro destino. El taxista entonces me dijo que había escuchado un silvido a penas unos minutos antes cuando pasó por ahí, pero no vio nada. Era el mismo taxi. Dio una vuelta a la manzana y en no se qué plaza en la que hay un sitio de taxis encontró a dos más, así que siguió. Dio la vuelta a Sant Andreu para venir a encontrarme a mi, una vez más. Esta vez no había nada que nos separara. Ni siquiera hubo necesidad de silbar.
Me despedí de Magi preguntando su nombre, y diciéndole el mío. Nos dimos la mano y nos deseamos suerte.
La vida son estas efímeras relaciones sociales con gente que acabamos de conocer, y que probablemente nunca más volvamos a ver.