La (re)construcción de uno mismo

¿Acaso no nos despertamos cada día queriendo completar lo que realmente estamos llamados a ser? La insatisfacción con uno mismo es una constante para toda equís. No podemos escapar a nuestro destino: el desasosiego.

Por ello, en tiempos de pandemia, la situación general se presenta como una metáfora de lo que ya sucedía hace dos meses, en la vida de cada uno. También es lo que sucedía hacía 2020 años, en la vida de los que en cada sitio del planeta acontencía en aquél entonces.

Figúrense lo eurocéntrico de nuestro devenir occidental. Hace 2020 años pensamos en un pesebre, un emigrante, una familia llamada a un censo, un imperio «universal», unos reyes, unos ángeles, unos pastores, unos animales de granja, unos olivos, unos viñedos, dieta mediterránea, mercaderes, barbudos, ortodoxos, insolentes, y gente que pasaba de todo. Y de todos. De todas.

Da igual el momento histórico en el que nos planteemos la existencia. Siempre estamos al borde del descalabro. Una decisión errada en según qué circunstancias puede significar estar delante, o no, de nuestro verdugo. Quizás la condición de nuestro estatus nos provoca mayor o menor angustia. La dualidad de amo/esclavo. Como si fuera una dialéctica irrenunciable a la que no podemos escapar. Quizás no es el rol, sino la voluntad de sometimiento, ante un estado de disparidad en las relaciones de poder. ¿Y nosotros? ¿En qué sitio no encajamos?

Algo no va bien. Nos llega esa impresión por la catarsis colectiva del colapso. Nuestra ciudad sitiada por un ejercito enemigo. Días enteros encerrados sin tener para comer. O estar a la espera de que un virus, entre los muchos que pueden estar presentes, se cuele a nuestro sistema inmunitario, y este, incapaz de reconocerlo, pierda la última batalla de nuestra primera línea de defensa.

Todas las angustias del mundo en un mismo instante. ¿Tenemos la casa marcada? La peste nos ha llegado del cielo para sucumbir a su misterioso acto diabólico. Las dies plagas de Moisés al menos le sirvieron a un pueblo para liberarse del yugo de la esclavitud. No sin la ayuda divina de un Dios Padre que estaba centrado en ayudar tan sólo a los que veían el día de este lado del planeta.

El Dios padre que auxilió a Moisés, y su (nuestro) pueblo, no estaba preocupado por los pueblos aborígenes en Guayabo. No se conocían. Dios Padre no conocía las tribus del Amazonas. Ahí todos era oscuridad. Deja a Dios Padre en muy mal sitio no haber concebido un plan para toda equís. Su impulso universal no vendría hasta que Jesús, por su cuenta, ideó todo un performance para sacrificar su vida en nombre de un legado de amor. Como Bretón, según Camús. El porvenir alumbra un mundo postmesiánico que se debate entre entender la verdad detrás de un acto revolucionario y uno surrealista. El entendimiento del resto de la humanidad a las tesis centrales de un humanismo que difiera de lo que estábamos haciendo hasta hace muy poco, es lo que deberíamos considerar como una base fundamental para refundar el objetivo común, en una escala planetaria, y también, muy a nuestro pesar, en una escala mental.

Nuestra incomodidad está ligada a lo que nos acosa mentalmente, y a la incapacidad de tener un sentmiento liviano para subsisir por la vida que nos ha tocado transitar. No importa si has leído un libro, o mil. Algo más allá de tí mismo te lleva a creer que tienes salida a tu propia angustia. Y eso marca nuestra relación con los demás. Con mi familia. Con mis vecinos. Pero también, de manera muy particular, con la humanidad entera.

Nos esforzamos por estar bien. Y por encontrar el mal en el otro. Y no en nosotros mismos. Por más que veamos Star Wars no le damos crédito a Darth Vader por regresar como Yedi a recuperar el balance en la fuerza. Su personaje sigue representando el mal. Con una última reconsideración. Volver al bien. Por más mal que hayamos representados, siempre queda algo de bien por lo que volver. Es un pesnamiento católico, en el fondo. Es el perdón de los pecados. Que como artificio de una religión nos permite acceder de manera muy fácil a la última puerta que nos conduzca al cielo eterno. Como si lo que está más allá de nuestra vida nos debiera preocupar tanto.

Lo cierto es que aquí hay varias cosas que nos mantienen en paz. Y somos conscientes, hoy más que nunca, del peso que tiene nuestra responsabilidad personal en el autocuidado de nuestra salud. Es la prevención la más importante de nuestras herramientas para saber mantener un equilibrio entre lo que nos hace bien, y mal, para subsistir de manera sana en este entorno social en el que vivimos. No podemos de pronto asumir que todo es hostil. Que no hay más que voluntad de control. Pero, a su vez, debemos entender que la situación epidemiológica en medio de una pandemia nos condiciona nuestra acción individual. ¿Es acaso una cesión a nuestra libertad como argumentan los Cayetanos envueltos en una bandera?

La sociedad está totalmente polarizada y la gente no hace más que pertenener a un único club de futbol. Los hilos que mantienen cohesionada la sociedad a las reglas vigentes son tres o cuatro que nos atan a marco de acción que nos mantine en un perímetro de control. No todos vamos a poder salir a buscar Ítaca. Debemos asumir que tan sólo unos pocos podrán ver el mundo y hacer con él lo que puedan, mientras encuentran suficiente en un trabajo que les permita subsistir. Los que lo consiguen, mantinene la cabeza por encima del agua. Los que no, se ahogan. El mundo vive ante realidades de personas que se hunden en lanchas que naufragan en nuestros mares. El sol, desde arena, nos anuncia que un día más pasa. Y nosotros, aquí, hacemos un círculo más en nuestra cabeza, para poder asumir que podemos respirar, sin culpa.

De pronto la fuerza está de vuelta en nuestro espíruto. Algo nos da aliento. Estamos aquí. Ahora. Y decimos: ALLS.

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