La isla en medio de la nada

Estoy confinado en una isla. He dado toda la vuelta y no puedo salir. Alrededor un mar azul marino la acosa, mimando sus playas con suaves masajes y vientos cambiantes que poco alteran mi insignificacia en esta isla. Estoy solo y no puedo dejar de moverme mientras el tiempo pasa como si no fuera conmigo la cosa. Es todo más lento. Lo relativizo esto también. Quizás sea yo, pensando en otras cosas. No puedo centrarme, ni siquiera cuando paso por el centro de la isla, en donde todo debería estar en equilibrio. Acaso las cuatro ciudades del interior me explican la centralidad y sus divergencias, según el camino que opte. No hay fiestas. No hay turistas extranjeros. Tan sólo los de aquí, que no tienen trabajo. Excepto este mes. Han venido todos los que no han podido viajar en todo el año. Y nosotros. Los confinados en sus barcos. Y sus familias. El bienestar se desborda por la casa de verano. Se toman las precausiones de los años que se dedican a volver a la isla. Al lado apropiado de la isla, claro está.

No todo es permanente en la isla. Si acaso tan sólo la dualidad se confirma en todo acto social. Quizás los dos polos de la mente de este islote que supera cualquier otra alegoría mediterranea más allá de esta rosa de los vientos. Los vientos aquí soplan de otra manera. Es una orden de magnitud: playas, valles, montañas. Dos ciudades. Cuatro centros insulares en medio de la isla. Unos seis pueblos periféricos, al lado del mar, y unas 30 urbanizaciones. No hay más. La isla es lo que es, por su pasado, su presente, y su futuro, los tres reunidos y representados en la plaza de Villacarlos, como un suspiro ante la orden caduca de un general que ya no tiene ejercito.

Si acaso barbarosa como estandarte. Quizás un parque en el que se refugiaron en el centro de la capital, cuando hicieron ver que eran la flota oficial. Los piratas consiguen alegrarse la vida con las astucias de quién no tiene nada más que perder. El oficio de aguar la vida libre de los señores de la guerra. La vieja horda de líderes heteropatriarcales. Lo que en su día ha sido el eje fundamental de todo el progreso de la historia heteropatriarcal que nos contaron de pequeños. ¿Cómo dista dicha versión de la que ahora podemos contarnos a nosotros mismos, pueblo libre? Quizás el feminismo de nuestros machos alfa nos lleve a la incongruencia última que teníamos por resolver. ¿Y entonces? ¿Qué más?

Algo más habrá. De momento ya no habrá tanto simio subnormal. Pero no será porque hayamos regresado a una versión más pulcra y gris de nosotros mismos en donde el humor ha sido reprimido por la causa justa. No seamos puritanos y pecadores a la vez. Eso nunca ha sido bien visto por ningún pastor. Lo que el centro de Europa quiere es que el sur no disfrute del sol. Y que seamos todos anglicanos, como mínimo. Al menos éticamente trabajadores sin criterio. Máquinas funcionantes sin necesidad de articular más argumentos que los requeridos por el puesto de trabajo, en beneficio de la empresa. No es momento para revoluciones utópicas para los hombres blancos en la cima del imperio.

En este Imperi lo que único que vale es un llonguet de sobrassada, formatge i mel.

Hoy amenecí en Mao, crucé la isla a Ciutadella, me probé unos zapatos que me regaló mi mujer, comí un llonguet en el Bar Imperi, y volví a la capital, como aquél que vuelve al puerte de dónde zarpan los barcos con la gloria del pirata Barbarosa, sabedor de que tras la estancia en esta isla, al irte, te vas con más de lo que eras al llegar.

Seré invencible cuando calce mis botines de Menorca. Pero lo seré más, si consigo volver a enfundarme en unos botines de futbolarte.

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