Día 2: a veces los títulos nada de que ver

Si los títulos nada que ver con el cuerpo, diay, ¿tonces qué? Una birra. Una birria.

El futbolarte es así.

Lugares comunes. De eso se trata. De todo lo contrario. Y seguir siendo uno. Este es mi caso. Yo pretendo salir. Y no venderme. Paradoja en sí: vendiendo. O peor aún, vendiéndome. ¿Qué? ¿Qué de qué? ¿Vendiendo qué? A mí. Mi obra. Mi culto. Mi credo. Mi tiempo. Mis servicios. Mis objetos. Mi libro. Yo vine aquí a hablar de mi libro. Al fin y al cabo, debo elegir a qué español voy a chupar la polla. Ya está. Ya lo decidí: sos vos.

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Ahí lo dejo. Un primer contacto con el comer. Una polla, claro. Es el arte del doble sentido, sobre todo cuando la gente cree que sólo existe uno. Esa es toda la gracia de la ironía. Planea por encima de los que nunca la detectan. Esos pocos que la atrapan en el instante son los privilegiados con el gesto de devoción al arte más puro: estar ahí.

Uno, ya pleno, sólo tiene que acudir a la cita del día. Salir de casa. Y llegar a tocar el mundo con el dedo. Como si tuviéramos algo que contarnos. Todos. Usted me entiende. Usted lee mucha mierda. Pero también leé libros. Y los libros, ¿quién lo hace? Pues eso. Yo quise jugar a ese juego más sublime. El que persigue un soñador cuando llega a la capital del mundo literario en habla hispana y decide: voy a jugar es juego. Voy a plantarme en la industria como un tucán que llegó del trópico con ilusiones, con el descaro que un sudaca saca a relucir entre marqueses y burgueses en Sarriá para que lo publique una editorial de primera. El caché lo dan los años.

Aquí todo empezó hace 40 años. La constitución lo marca todo. Y nos encontramos en la crisis de los 40. Los 40 principales. En fin, realeza en nuestros hombros, hay que sacar al águila blanca de su tenaz contradicción. Pobre, no sabe hacer otra cosa que cazar. El elefante blanco en la habitación soy yo. Vino aquí a desconfigurar la vaina con tanta insolencia y esa música que nos invade el cuerpo. Por Dios. Que alguien pare este ritmo sabrosón con el baila mi cuerpo al son de tu tuntún.

La música bailable latina puede pensarse que tiene un mensaje distorcionado de la realidad. Las sociedades hemos cambiado mucho. Las sociedades hemos cambiado poco. Quizás ya bailábamos lo que éramos. Quizás el respeto por los otros ya nos lo inculcaron bien en nuestro esquema social desde hace ya unas cuántas generaciones. Quizás no. Podemos tener años de retraso. Quizás 40 años. Hemos avanzado, pero tanto así, tanto así. Siempre hay un pero. Y las cosas se ven distintas cuando estás ahí y ves lo que no funciona. Por qué el modelo se va a la mierda, pese a que todos queremos ver otra cosa. Los nuestros no han ganado todavía. Estamos al filo del precipicio. Otra vez. Con un caracter juguetón que no sabemos si es el más adecuado para visitar el Gran Cañón. Pero nos vale verga, porque nos invitó un indio. Y visitamos su territorio con su guía. Somos de otra estirpe. Rendimos culto al local. Al primero. No al invasor. Somos origen. No sólo disrupción. Somos pecado. Somos herencia. Somos redención. De otro Dios. El tuyo. Ya está bien. Creemos en la comunión. Rezamos bien. Salimos adelante gracias a este aliento divino que una vez más sopla a nuestro favor. La noción clave de la religión es el espíritu. En nuestro caso en particular, el santo. El Santo. El luchador. El invisible. El que es canonizado tras años de beato. O que de entrada vemos que cree tanto y que es señalado con el dedo por los nuestros. Hasta que muere injustamente. Como un martir de la fe. Como Jesús. Como Santa Eulalia. Como Sant Pau. Pau.

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