El sol abrasa. Mientras tanto el camino sigue su curso. Como el reloj. Imparable. La parálisis mental que me sobrecoge es la misma de siempre, tan sólo se vive de manera compartida con un vacio comunitario nunca antes percibido. Al menos no así. De esta manera. La noción de abrir. O de cerrar. O quizás del limbo. Y mientras tanto, el anhelo de la esperanza. Como si esta fuera a presentarse frente a nosotros como un milagro de un testamento más antiguo. Quizás venido de fuera. Del cielo. Como si lo que nos plantea nuestra humanidad fuera otra cosa, o más humanidad. Como dos tasas, más que una, así sea grande.
Estamos en las mismas. Queremos pertenecer a los mismos grupos. Somos la misma familia que tenía el sesgo vital que le transfiere el estatus, o bien, la última actualización de la revisión familiar con la que estamos dispuestos a evadir nuestra herencia. O quizás todo lo contrario. Porque nunca estuvimos seguros. Ni entendimos nada. Pese a todo, lo intentamos. Ahí, y sólo ahí, pecamos de optimismo. Otra vez. Alguien nos lo tendría que haber prohibido. Bendita prohibición, ¿por qué nunca llegaste?
Puede que todo sea mentira. Que no estemos aquí. Que ya hayamos marchado. Siempre queda un registro que nos persigue. Una trampa que hay que cubrir con hojas para camuflar la sorpresa del hueco que se esconde en el fondo. Caeremos, quizás, en esa misma trampa que tendimos. O quizás, nuestra presa, entienda todas las señales que le preparé en su camino. Y nos fundimos por fin en el júbilo de lo esperado.
No se de qué hablo, ni tan siquiera lo que pienso. Me perdí en una esquina de un callejón en el que entendí quién fui, justo en el instante en el que me colé por las alcantarillas de un submundo en el que se desvaneció todo lo que hasta entonces había sostenido mi pesar. No paré de fluir por los oscuros túneles de un drenaje que me llevó al final al mar. Ahí, en otra inmensidad, respiré, y me dormí.