Una cosa: ¿puedes parar de hablar?

No me gusta cuando hablas mucho tiempo sobre una misma cosa.

Mi hija de ocho años me acaba de pedir esto. Y paré. Yo entiendo que a veces, cuando un tema en particular me interesa, y tengo algo que decir, lo digo. Y puede ser que encadene en el transcurso de una idea, múltiples ideas más, que se van amontonando para tener voz en una sala de espera que se empieza a saturar. El mensaje va saliendo más o menos ordenado. Al menos sólo hay una voz. No como en nuestra mente. Quizás en nuestra mente también hay un sólo hilo de pensamiento. Pero va rápido. Y puede concatenar ideas que vienen de diferentes puntos de nuestra mente. Pero podemos adiestrar para que en ese vagón de pensamiento tengamos varias cosas en espera para salir. En ese vagón previo al del locutor del discurso mental que tiene en estos momentos el micrófono.

Ese vagón es un hervidero de buenas ideas que están debatiendo abiertamente sobre lo que dice la idea que está en el micrófono. Ellas creen que son mejores y más trascendentales que la que está ahora en el show, con todos los reflectores. A fin de cuentas, quieren dar con el clavo. Entre ellas se debate abiertamente quién de ellas va a tomar la palabra cuando acabe el pensamiento completo de la idea vocalizada en ese momento.

La idea termina.

Hay dos escenarios. La otra persona habla. Entonces se queda libre el micrófono. Y todas escuchan. Aunque siguen balbucenado su argumento unidimensional. Es posible que en el vagón de las ideas en espera se puedan juntar dos ideas afines que se convierten en un argumento más completo. Y en un momento dado se pueden ordenar ellas mismas para plasmar un pensamiento complejo que ya tiene un orden narrativo coherente. Y se ponen en fila. Esa fila toma el control sobre el caos que hasta ahora aparecía reinar en el vagón previo al habla. Y entonces tenemos una línea temporal de ideas que saldrá a hacer el mejor discurso que tenemos disponible para este tema que nos ha traido aquí. Esa espera finalmente termina cuando podemos salir a expresar nuestro show. Las ideas autorganizadas dan su recital y se pasa a otro nivel de comunicación.

Mientras tanto el vagón no pierde ese ambinte de bulliocioso bar en el que las intelectuales ideas se abrasan las unas a las otras con el ímpetu de los borrachos sincerados por la desinhibición elocuente de los insolentes. Ese espíritu en el que los debates se dan sin mesura ni insultos, tan sólo el goce de ideas dispares que se tercian en un mano a mano que tiene como expectadores al resto de las ideas. Y a un ser superior que de alguna manera está presente en el debate, y que tercia por algunas de ellas, y se posiciona, pero deja que el flujo libre de la palabra se celebre como quién accede a que su omnipresencia sea puesta en duda para dejar que las ideas libres tomen sus propias decisiones ante el momento presente.

Le habría podido contar esta historia a mi hija pero no habría venido a cuento. Ella me pidió antes que no le dijera durante esta semana una palabra que no le gusta, que le hace sentir mal, y que considera un insulto. Chingá. Me explicó que a ella le suena a chincheta, y que cuando la escucha le parece que le estoy diciendo que es una chincheta. Cuando me lo contó se me desmoronó el corazón. Y al mismo tiempo, mi cerebro detectó un impulso que me hizo sonreir, de esa manera en la que ocultamos que lo estamos haciendo, para que la persona que nos está contando su desgarradora historia, no vea que hemos dibujado una sonrisa en medio del drama. Nada menos oportuno.

Pero en cambio me dio paso a explicarle lo que significa esa palabra en el contexto en el que la estaba utilizando. Después de pedirle varias veces que se metiera a bañar para que podamos salir a tiempo para ir a comer a casa de su avia, sin éxito, le espeté un «órale, chingá», que en mexicano quiere decir: vamos, va…ya estuvo bueno de tantas pamplinas, ponte las pilas en este mismo instante que ya no hay más margen de ir por las buenas.

Le dije que en inglés sería como decirle: common, hurry up. Pero en todo caso, ella se siente ofendida al escucharme decir esas palabras. Y le duele.

Al explicarle el contexto y el origen mexicano del mismo, me dijo: pero no estamos en México: estamos en Barcelona. Yo no quiero que me cambies. Yo quiero ser de aquí. Y aquí no se dice. Así que quiero que no lo uses.

Entramos en un debate en el que quizás ella me estaba intentando cambiar a mí para que fuera más como la gente de aquí. También me dijo que no quería que le forzara a cambiar. Le parecía que al explicarle el contexto del lenguaje con los parámetros de otros territorios y culturas, ella podría acabar perdiendo lo que realmente significa ser de aquí. Y eso le daba miedo. Me dijo que no quería ser diferente a su prima. Que si yo le forzaba a entender todas estas cosas de otras culturas, que un día ella sería diferente de su prima y que eso no lo soportaría. Le expliqué que el cambio no se lo estaba imponiendo yo, de ninguna manera. Simplemente le estaba explicando otros contextos de mi manera espontánea de hablar, sobre todo para que entendiera que su padre no le estaba intentando llamar chincheta, y mucho menos, ofenderla con una grocería como la que podría parecerle a cualquier otra persona que nos escuchara, una persona que únicamente hablara en «cristiano» y que no fuera capaz de discenir los matices de otras relaciones verbales del nuevo mundo. Pero le advertí: los cambios son innevitables. Cambiarás muchas veces de ahora en adelante, y eso no es malo. Debes aprender de cada cambio y también debes tener la sensibilidad para eschuchar a personas que vienen de otras culturas y de otras contextos distintos al tuyo, ya que a partir de lo que ellos te puedan explicar, y lo que tú les puedas replicar, seguramente aprenderás que unos y otros te pueden influenciar a cambiar. Y eso no es malo. Cambiar de opinión es pertinente, si te llegan a convecer de que un sistema de pensamiento establecido se basaba en fundamentos erroneos o falaces. Y también, es posible que alguien con una idea contraria a la tuya, pueda expresarla junto con sus argumentos, y que aún así, una vez expuestos tus puntos de vista, no consigan cambiar sus posturas. Esto también pasará. Y no pasa nada. Saltas de tema. O quizás, según la dimensión del debate, puedes despedirte y marchar.

Debatir y discrepar es parte de nuestro proceso humano para plantear los temas comunes. Cada individuo es parte de un contexto de estructuras y de ideas marcadas por su entorno, su comunidad, su familia y sus relaciones. Y también por lo que ha podido aprender, lo que ha conseguido leer, y lo que ha podido ordenar dentro de su esquema mental, social y personal. Cada quien tiene su punto de vista único e irrepetible. Y somos parte de una escena social que dan vida a una humanidad alerta, de pronto, a un porvenir común. La pandemia nos ha llevado a compartir un mismo vagón previo al discurso de la nueva normalidad. Y aquí estamos, encerrados, hablando del tema con nuestra mochila en las espaldas, defendiendo la posibilidad de poder mejorar el sistema colectivo social que podemos permitirnos, como hermanos, y obvio, hermanas, para dar paso a un cambio de tercio, que erradique por siempre la violencia, la ceguera emocional y la intolerancia al otro.

Algo bueno saldrá de todo esto. No me cabe la menor duda. Pero hay que saber que tenemos que renunciar a algunos aspectos que nos parecen pilares de nuestra cultura. En mi caso, por el momento, deberé aceptar que mi hija me quiere cambiar, y no le volveré a entonar ese: chingá.

¡ÍNGUE!

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